De nuevo voy a referir, en primera persona, sin el consabido «sé de muy buena tinta», lo que he vivido y lo que observo desde mi buscada lejanía de mi tierra aguileña. Sé que no todo el mundo puede estar de acuerdo con mis «ensoñaciones», con lo que quise y sigo queriendo que Águilas sea, no ya hoy, sino hace muchos años. Años desgaciadamente perdidos por arte de los mandarines locales, unos auténticos neanderthales, en el amplio sentido del término a quienes, desgraciadamente, han ido poniendo los votantes aguileños donde nunca debieron estar, salvo honrosísimas excepciones, caso de Pepe Gullén, o de Paco «El zurdo», seguramente el breve alcalde más inteligente de cuantos he conocido.
Los peores vicios y la peor y más miope visión sobre el presente y futuro de Águilas se concentran en el Ayuntamiento de la villa que, un día ya lejano, fue vanguardia de la mano de la multiculturalidad encarnada en la egregia, oxidada, decadente y a ratos siniestra figura del embarcadero del Hornillo, del que creo que no hace falta explicar más de lo ya dicho por este pobre escribidor.
Atrás quedó la grandeza que asomaba y se adentraba en las aguas de La Colonia, con sus balnearios, las casas de veraneo, construidas por la pequeña burguesía lorquina, y con aquellas casonas, hoy desaparecidas, auténticos palacios, como el que fue destruido por la barbarie de sus propietarios en la confluencia de la calle del conde de Aranda con la «calle de Lorca» de la que recuerdo haber visto fotos de familia, hoy en manos de Dios sabe quién. En su solar se construyó lo que entonces decían que era «el progreso». No hay más que ver qué progreso quieren los aguileños de ayer y de hoy.
Águilas nunca ha progresado menos que estos últimos cincuenta años, y no lo ha hecho por culpa de los aguileños. Nadie más que nosotros tenemos la culpa. Nadie. Nosotros lo hemos fomentado y permitido.
Me van a permitir recordar a aquel cuasi olvidado alcalde «franquista», el amigo Pepe Guillén, quien capeando con la ruina que entonces era la tesorería municipal, sin prácticamente ingresos que llevarse a la boca, puso patas arriba toda la ciudad para canalizar las aguas negras incluso en lugares donde aún quien esto escribe ha visto tirar, a la marujas y a los marujos, a las polvorientas calles los excrementos para recocijo de roedores, gallinas y pavos.
Fue el inicio de la moderna Águilas que tan poco tiempo duró. Cuando a la plaza de Antonio Cortijos venía la flor y nata de los cantantes y grupos musicales de la época. La época de Los Puntos, aquel grupo musical que sobrepasó las fronteras aguileñas para desbordar con su música a España entera. La villa donde un antiguo electricista criado (que no nacido) en la sierra minera de Águilas ya estaba consolidado como uno de los grandes actores del mundo. Sí, del mundo. Ese arte se lo dio, cómo no, aquella villa marcada por apellidos británicos, valencianos, franceses o malteses; marcada por el ferrocarril, cuyos talleres de reparación, arrebatados a Lorca -y bien arrebatados- atrajeron mano de obra especializada.
El declive de la minería de hierro parecía haber acabado con su riqueza. Y así fue durante un tiempo. Años de miseria solo mitigados por los mínimos ingresos que, en julio y agosto, los lorquinos y algún madrileño despistado, de origen murciano, dejaban en Águilas mientras decíamos el consabido ¡Qué ganas de que se vayan los veraneantes! Esa simple frase fue el origen de todos los males de una villa que, a pesar de su increíble potencial, nunca ha querido prosperar como lo hicieran Marbella o Benidorm, cada una con su idiosincrasia. En Águilas había otra idio: idiotez. La sigue habiendo.
¿Cuántos años ha tardado en aprobarse el Plan General Urbano? ¿Es el mejor plan posible para poner los cimientos de la ciudad para los próximos treinta o cuarenta años? Lo dudo mucho. A los aguileños nadie nos ha preguntado qué queremos ser. Pepe Guillén, por razones obvias, no podía hacerlo. Demasiado hizo con aquel ridículo presupuesto y con cuatro funcionarios, no más, que creo que muchos aún podemos recordar.
Erraron los que, no hace tantos años, intentaron destrozar la Marina de Cope, tan lorquina y tan aguileña, porque Lorca y Águilas están condenadas a cohabitar por tierra, mar y, si me apuran, por agua.
A punto estuvieron de plantar, en aquellos años 70 del desarrollismo patrio, la central nuclear de la que pude ver no hace demasiado un grafitti en una vieja fachada el consabido lema «Nuclear, no, gracias». No sé si habría sido el principio o el fin de Águilas tal y como la conocemos. Alguna central nuclear conozco junto a algunas de las mejores playas del Mediterráneo, y en ellas me he bañado sin temor alguno de convertirme en un mutante, como es Playa Miami, en Tarragona.
En Águilas, el problema es ser zona sísmica, y en zona sísmica no parece muy oportuna su construcción. El caso es que no se hizo y sus terrenos fueron el germen de lo que, muchos años después, Iberdrola quiso urbanizar, sin éxito. Pero sin éxito por los pelos, porque hasta la ruinosa autopista A7, con salida directa a esos terrenos, fue construida para transportar a los miles de veraneantes que iban a llenar los resorts que un Tribunal, feliz, o infelizmente, enterró definitivamente. Aunque esta última palabra no existe, como casi todos sabemos.
Y llegó el trasvase. ¡El trasvase! y se tiñeron los campos de verde y rojo, y de blanco invernadero, de tomateras y más tomateras, de mano de obra barata, de jóvenes cuyo único futuro pasaba por servir a los lorquinos en julio y agosto y por deslomarse el resto del año en los antaño yermos campos aguileños. ATS, todos ATS. Al Tomate, Seguro. Ése era el lema de la juventud. No había más opción. El trasvase, fuente de vida, fue la fuente del cieno que aún nos ahoga en su hedor. Águilas es una de las ciudades con la renta per cápita más baja de España, con un nivel infimo en la mayoría de los marcadores que retratan el bienestar.
Quien llege a Águilas, que no se le ocurra preguntar dónde comprar un billete de ferrocarril, o por dónde se va al hospital, o al juzgado, o a la Comisaría de Policía, o al Conservatorio de Música, o cómo pedir un simple taxi. Todo eso ya lo pregunté en su día; hace demasiados días. En Águilas tan solo hay un horror de edificio, al que llaman auditorio, del que tan orgullosos están algunos y tan cabreados los vecinos a los que les han fastidiado la luz y la brisa mediterránea. Un mamotreto que se asemeja a una lechuza y que lleva el nombre de una Infanta de España, guapísima y campechana, que nada nunca hizo, ni hará por la villa.
Águilas es el culo del mundo. Nos lo merecemos.
Francisco José Mora Sastre, escribidor